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viernes, 13 de mayo de 2011

BEATO JUAN PABLO II, PAPA


CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO
Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

Carlos José Wojtyla nació en Wadowic, Polonia, el año 1920. Ordenado presbítero y realizados sus estudios de teología en Roma, regresó a su patria donde desempeñó diversas tareas pastorales y universitarias. Nombrado Obispo auxiliar de Cracovia, pasó a ser Arzobispo de esa sede en 1964; participó en el Concilio Vaticano II. Elegido Papa el 16 de octubre de 1978, tomó el nombre de Juan Pablo II, se distinguió por su extraordinaria actividad apostólica, especialmente hacia las familias, los jóvenes y los enfermos, y realizó innumerables visitas pastorales en todo el mundo. Los frutos más significativos que ha dejado en herencia a la Iglesia son, entre otros, su riquísimo magisterio, la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica y los Códigos de Derecho Canónico para la Iglesia Latina y para las Iglesias Orientales. Murió piadosamente en Roma, el 2 de abril del 2005, vigilia del Domingo II de Pascua, o de la Divina Misericordia.

Del Común de pastores: para un papa.

Oficio de lectura

Segunda lectura

De la Homilía del beato Juan Pablo II, papa, en el inicio de su pontificado

(22 de octubre 1978: AAS 70 [1978] 945-947)

¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!

¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.

Según una antigua tradición durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.

Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.

El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero – como se le consideraba –, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».

El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo –Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey– continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.

La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.

El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.

¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!

¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!

¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!

Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, – os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!

Responsorio

R/. No tengáis miedo: el Redentor del hombre ha revelado el poder de la cruz y ha dado la vida por nosotros. * Abrid de par en par las puertas a Cristo.

V/. Somos llamados en la Iglesia a participar de su potestad. * Abrid.

Oración

Oh Dios, rico en misericordia, que has querido que el beato Juan Pablo II, papa, guiara toda tu Iglesia, te pedimos que, instruidos por sus enseñanzas, nos concedas abrir confiadamente nuestros corazones a la gracia salvadora de Cristo, único redentor del hombre. Él, que vive y reina.

DECRETO SOBRE EL CULTO LITÚRGICO POR TRIBUTAR EN HONOR DEL BEATO JUAN PABLO II, PAPA


CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO
Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

La beatificación del venerable Juan Pablo II, de feliz memoria, que tendrá lugar el 1 de mayo de 2011 delante de la basílica de San Pedro en Roma, presidida por el Santo Padre Benedicto XVI reviste un carácter excepcional, reconocido por toda la Iglesia católica esparcida por el mundo entero. Teniendo en cuenta este carácter extraordinario, así como las numerosas peticiones en relación con el culto litúrgico en honor del próximo beato, según los lugares y los modos establecidos por el derecho, esta Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos se apresura a comunicar cuanto se ha dispuesto al respecto.

Misa de acción de gracias

Se dispone que en el arco del año sucesivo a la beatificación de Juan Pablo II, o sea, hasta el 1 de mayo de 2012, sea posible celebrar una santa misa de acción de gracias a Dios en lugares y días significativos. La responsabilidad de establecer el día o los días, así como el lugar o los lugares de reunión del pueblo de Dios, compete al obispo diocesano para su diócesis. Teniendo en cuenta las exigencias locales y las conveniencias pastorales, se concede que se pueda celebrar una santa misa en honor del nuevo beato en un domingo durante el año, o en un día comprendido entre los números 10-13 de la Tabla de los días litúrgicos.

Análogamente, para las familias religiosas, compete al superior general establecer los días y los lugares significativos para toda la familia religiosa.

Para la santa misa, además de la posibilidad de cantar el Gloria, se reza la oración colecta propia en honor del beato (ver anexo); las demás oraciones, el prefacio, las antífonas y las lecturas bíblicas se toman del Común de los pastores, para un Papa. Si el día de la celebración coincide con un domingo durante el año, para las lecturas bíblicas se podrán elegir textos adecuados del Común de los pastores para la primera lectura, salmo responsorial, y para el Evangelio.

Inscripción del nuevo beato en los calendarios particulares

Se dispone que en el calendario propio de la diócesis de Roma y de las diócesis de Polonia, la celebración del beato Juan Pablo II, Papa, se inscriba el 22 de octubre y se celebre cada año como memoria.

Sobre los textos litúrgicos se conceden como propios la oración colecta y la segunda lectura del Oficio de lectura, con el correspondiente responsorio (ver anexo). Los demás textos se toman del Común de los pastores, para un Papa.

En cuanto a los demás calendarios propios, la petición de inscripción de la memoria facultativa del beato Juan Pablo II podrán presentarla a esta Congregación las Conferencias episcopales para su territorio, el obispo diocesano para su diócesis, y el superior general para su familia religiosa.

Dedicación de una iglesia a Dios en honor del nuevo beato

La elección del beato Juan Pablo II como titular de una iglesia prevé el indulto de la Sede Apostólica (cf. Ordo dedicationis ecclesiae, Praenotanda n. 4), excepto cuando su celebración ya esté inscrita en el calendario particular: en este caso no se requiere el indulto y al beato, en la iglesia de la que es titular, se le reserva el grado de fiesta (cf. Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, Notificatio de cultu Beatorum, 21 de mayo de 1999, n. 9).

No obstante cualquier disposición contraria.

Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, 2 de abril de 2011.



Antonius Card. Cañizares Llovera,
Praefectus

Iosephus Augustinus Di Noia, o.p.,
Archiepiscopus, a Secretis

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


CAPILLA PAPAL
CON OCASIÓN DE LA
BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II

Plaza de San Pedro
Domingo 1 de mayo de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.

Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.

Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.

«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.

Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).

También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)– ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.

Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).

El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.

Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.

Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.

¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos. Amén.



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domingo, 8 de mayo de 2011

Jesús acompaña al bautizado


Escrito por P. Ángel M. Santos Santos
Miércoles, 04 de Mayo de 2011 16:35

Los cristianos viven la experiencia de los discípulos de Emaús. Mientras éstos caminaban y conversaban, Jesús en persona se les unió pero estaban cegados y no podían reconocerlo (Lc 24, 16). Jesús acompaña a los que reciben el primero de los sacramentos. Los bautizados en la infancia no lo recuerdan. Muchos, como si estuvieran ciegos, no reconocen a Jesús actuando en sus vidas. Necesitan la ayuda de los demás hermanos en la Iglesia para darse cuenta de la presencia del Señor.

Los bautizados, como todos los seres humanos, suelen hablar de los acontecimientos del momento. Todos examinan los sucesos cotidianos y dan su opinión. Muchos, aunque están bautizados, no se preguntan sobre el sentido de la vida. Pero esta inquietud está escondida en el alma. En la circunstancia menos esperada aflora la más importante de las preguntas: ¿Por qué estoy en este mundo y para qué vivo y muero?

Los bautizados encuentran el sentido de la vida en el mensaje, obra y persona de Jesús. No sólo hablan acerca de Jesús, sino también dialogan con él como lo hicieron los discípulos de Emaús. En la conversación con Jesús descubren el sentido de la vida y su propia identidad como hijos amados de Dios. Este ejercicio espiritual se llama oración, dialogar con Jesús escuchando su Palabra y contándole las preocupaciones cotidianas. Jesús prometió su presencia a los que oran. El Señor está presente cuando dos o más discípulos se reúnen en su nombre.

La Palabra de Dios

Jesús está presente en la vida de los bautizados por su Palabra comunicada en la Sagrada Escritura. El Señor, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, explicó a los dos discípulos lo que se refería a él en las Escrituras (Lc 24, 27). Muchos están ciegos a la presencia de Jesús en sus vidas porque desconocen la Palabra de Dios. La ignorancia de la Sagrada Escritura es desconocimiento de la presencia de Jesús.

Por eso, el bautizado debe encontrar tiempo para meditar el mensaje de Jesús. Por el conocimiento de su Palabra, el cristiano descubrirá el corazón amoroso de Dios. Este encuentro con Dios llena al cristiano del verdadero amor. Por eso aquellos dos discípulos ardían internamente mientras Jesús por el camino les explicaba las Escrituras (Lc 24, 32). Así también se inflama el espíritu del bautizado que escucha con atención la Palabra de Dios.

Al partir el pan

En el caminar de la vida, el bautizado se detiene para comer con el Señor y dejarse alimentar por Él. Ese momento es la Santa Misa celebrada cada domingo. El sacerdote repite los gestos de Jesús en la Última Cena y todos los asistentes reconocen a Cristo Resucitado. Cada semana, el cristiano se acerca a la Eucaristía para contemplar la presencia del Señor al partir el pan. Los que todavía no pueden recibir a Cristo en la Sagrada Comunión, lo acogen en la Palabra y en la oración.

Los bautizados tienen la oportunidad de tener un encuentro con Cristo en la Iglesia. El Señor está presente en la oración, en la Palabra, en los Sacramentos y en el amor mutuo. Muchos pierden esta oportunidad porque viven sin congregarse en la Iglesia, aunque son miembros de ella con todo derecho por el bautismo. Es necesario que la evangelización se dirija a lograr este encuentro con el Señor atrayendo a los alejados al rebaño de la Iglesia. Los cristianos, entusiasmados por la participación en la Eucaristía, se acercan a los demás para conducirlos al encuentro con Cristo vivo.

Sólo Dios restaura la dignidad del preso


Escrito por Dr. Miguel Arrieta y Linda Rivera
Miércoles, 04 de Mayo de 2011 16:34

El ministerio de la Pastoral Carcelaria Católica de Bayamón 501, dirigido por los coordinadores Wally Lorenzo y Linda Rivera, celebró en un ambiente de recogimiento y reflexión, su retiro anual en la referida institución penitenciaria, con la entusiasta participación de 42 confinados.

El tema central fue “Una Voz que Habla con Dios”. Respondiendo al llamado y alineados con las palabras del Santo Padre, Benedicto XVI, el cual nos recuerda: “...trabajar en favor de los hombres y mujeres que han perdido la libertad, mas no la dignidad...”, la luz de Cristo Resucitado iluminó el recinto penal, brillando en los corazones de los voluntarios de capellanía, amigos y en el personal de la institución, incluyendo a los oficiales custodios.



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La obra de tan importante ministerio carcelario trasciende todo asunto de justicia humana. Va más allá de actos filantrópicos o de índole humano y queda justificada por las propias palabras de nuestro Señor en Mateo 25: 31-45: “Porque estuve preso y me fuiste a visitar”.

El retiro fue planificado con meses de antelación, sobre la base de mucha oración para, irrespectivo de las limitaciones humanas del equipo misionero, obrar como instrumentos de un Dios Padre dispuesto siempre a mostrar su misericordia.

Allí donde imperan el encerramiento y las restricciones; donde viven y conviven seres humanos despojados de su libertad, fue imperativo mostrar una ventana del amor que Dios les tiene.

Para tan especial ocasión, Dios se sirvió de valiosos recursos que llevaron eficazmente su mensaje. Personas de Dios que se convierten en instrumentos de evangelización en esta época, cuyos ejemplos inspiran a los reos a trascender de lo corporal a lo espiritual, reconociendo la inmediatez de las miserias humanas y su dignidad como hijos de Dios.

Algunos de los conferenciantes o predicadores fueron Padre Adrián Gnandt con su importante tema “Comunión Íntima con Cristo: Roca de Salvación”, y el hermano Elis Martínez, con la charla “El Poder de Cristo en Su Vida”, el cual ilumina la realidad de la homosexualidad en las cárceles.

En la tarde, cerramos con una última exposición por Monseñor Wilfredo Peña. Padre Willie expuso los elementos esenciales de la oración, además de la fe, en la prédica “Disposición de Ánimo, Corazón Puro y Recta Intención”.

Esta jornada de gracia fue sellada con el banquete de la Santa Misa, presidida por Padre Willie, en compañía de Padre Adrián, del Rev. Diácono Florencio Mercado, de Barranquitas, y demás ayudantes de la capellanía, que los domingos y lunes hacen posible que nuestros hermanos confinados se nutran de la palabra de Dios.

El grupo Magníficat, dirigido por la reconocida cantante cristiana, Lydia Hernández, de la Parroquia Santa Bernardita, aportó sus hermosas canciones a la Liturgia.

Hubo confesiones y oración por los confinados. Todo, primeramente gracias a Dios y a la cooperación de las autoridades del Departamento de Corrección, particularmente el Director de Capellanía Católica, Reverendo Diácono José Manuel Sánchez.

Esta experiencia única se hizo en presencia del Santísimo Sacramento, expuesto durante todo el día. Tres laicos estuvieron en oración íntima con Dios para que se cumpliera su voluntad: la conversión y sanación espiritual de los hermanos confinados.

Al final del retiro, ciertamente una inolvidable experiencia de resurrección, los confinados expresaron su agradecimiento. Fue un día intenso, de emociones espirituales a granel, y de ricas y grandes bendiciones para todos los hijos de Dios presentes en la 501 de Bayamón.

El poder de perdonar los pecados en la Iglesia de Jesús


Escrito por P. José P. Benabarre Vigo
Miércoles, 04 de Mayo de 2011 16:39

Al dar a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20,21-23) Jesús no dio indicación alguna de cómo debían hacerlo. La forma podría ser determinada por ellos, pues les había dado otros amplios poderes (Lc10, 16). Quiero indicar aquí que esos poderes son amplísimos, si es que interpreto bien las palabras de Jesús “COMO EL PADRE ME ENVIÓ, ASÍ OS ENVÍO YO A VOSOTROS” (Jn 20, 21). O sea, es como decir: ¡Os transfiero mi misión y mis poderes para llevarla a cabo!

El sacerdote sabe de lo que se trata la confesión. Tiene dos buenas razones: indicar al penitente lo que debe hacer para no volver a pecar, y darle la penitencia consiguiente. Esta confesión puede hacerse de viva voz, por escrito o por señales, si no puede hacerse de otro modo.

Confesión secreta

La forma ordinaria de confesar hoy nuestros pecados es mediante la manifestación secreta de los mismos al legítimamente ordenado sacerdote de la Iglesia. La absolución general sólo está permitida en casos de emergencia.

No está del todo claro cuándo comenzó a generalizarse esta forma de confesión, pues consta que no siempre fue así. Mientras Orígenes (184 ó 185+253 ó 254), sacerdote alejandrino, y san Ireneo (c.140-160+c.202), obispo de Lión, Francia, exigían que fuera pública, el papa san León I Magno (440-461) condenó enérgicamente que en algunas partes se obligara a confesar públicamente los pecados. Parece que en el siglo VI entre los monjes irlandeses la confesión privada era lo común. Aunque tarde, la Iglesia se dio cuenta de los inconvenientes de la confesión pública, especialmente tratándose de ciertas personas y pecados.

Condiciones de la buena confesión

Es muy serio ofender a Dios y a los hermanos. Y la única forma de obtener su perdón es humillarnos y decirles que estamos bien arrepentidos de haberles ofendido. Dios perdona siempre que estemos debidamente preparados, no así los hombres, no obstante el mandato divino de perdonar “hasta setenta veces siete”, es decir, siempre (Mt 18, 22); peor para ellos si no lo hacen.

Los no católicos u ortodoxos pueden obtener de Dios el perdón de sus pecados mediante un profundo arrepentimiento por haber ofendido a la Majestad de Dios, y con el propósito firme y eficaz de no volver a ofenderle más. Los católicos, por el contrario, sólo mediante el sacramento de la Confesión, si lo tienen a su alcance. Aunque parezca lo contrario a primera vista, los católicos tenemos la ventaja, pues podemos oír de un representante de Dios las consoladoras palabras: “Hijo, tus pecados te son perdonados”, obteniendo así la certeza de que también nos ha perdonado Dios. Esta certeza no pueden tenerla los protestantes ni evangélicos.

Para que la confesión sea buena, ha de estar precedida de un serio examen de conciencia, tanto más exhausto cuanto más tiempo haya pasado desde la última confesión bien hecha. Las otras condiciones son las siguientes:

Completa. El penitente debe confesar todos los pecados mortales cometidos desde la última confesión u olvidados en anteriores confesiones que haya encontrado durante el examen. Si, por vergüenza o por otra cualquier causa, deja de confesar algún pecado mortal, la confesión no es buena, es decir, los pecados no quedan perdonados, aunque el sacerdote haya pronunciado las palabras de la absolución.

Sincero arrepentimiento. Dios puede descubrirlo; el sacerdote, no. Por eso tiene que fiarse del penitente cuando le manifiesta que está dolido de haber ofendido a Dios o, al menos, por haber merecido el infierno. Sin este dolor, no puede haber perdón.

Firme propósito de la enmienda. Este propósito de la enmienda requiere que el penitente ponga todos los medios a su alcance (oraciones más frecuentes y mejores, confesarse de cuando en cuando; evitar las ocasiones de pecado, hacer alguna penitencia, etc.) para no volver a pecar. Sin este propósito firme y eficaz, la confesión no es buena.

Cumplir la penitencia. Para satisfacer de algún modo por los pecados cometidos y como medida medicinal para no volver a cometerlos, el sacerdote impone al penitente alguna penitencia al final de la confesión.

Estas condiciones para una buena confesión son una necesidad para obtener de Dios el perdón de nuestros pecados, pues con Él no podemos jugar. Es inadmisible que le pidamos perdón hoy y le volvamos a ofender mañana. Claro que somos flacos y que, no obstante las buenas confesiones, aún volvemos a pecar. No debemos desesperarnos, pues no son santos sólo los que nunca han pecado, sino también los que siempre se han levantado. O como he leído en estos días, todo ser humano tiene un porvenir, y todo santo ha tenido un pasado.

Beatificación de Juan Pablo II: hermosa bendición de Dios

Escrito por Jaime Torres Torres
Miércoles, 04 de Mayo de 2011 16:26

Ciudad del Vaticano – Cuando las bendiciones de Dios colman de alegría el corazón del ser humano, sus ojos –que son los espejos del alma- se inundan de lágrimas.

Entonces emana, despacio y silencioso, el llanto del don de la gracia divina; de la convicción espiritual de sentirse amado por la Santísima Trinidad y arrullado por la Madre Iglesia. Esa fue la bendición, a juzgar por sus cálidas sonrisas y brillantes miradas, que recibieron centenares de los peregrinos de los cinco continentes que el pasado domingo, Fiesta de la Divina Misericordia, desbordaron la Vía de la Conciliación durante la Misa de la Beatificación de Juan Pablo II, el único Papa que ha visitado Puerto Rico.



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La experiencia, de indudable carácter divino, literalmente propició que el rebaño, en su mayor parte compuesto por jóvenes, tocara el Cielo y durante casi tres horas disfrutara en las inmediaciones de la Plaza San Pedro de una primicia de la felicidad eterna.

Según informaron fuentes oficiales de la Santa Sede, la beatificación de Juan Pablo II ha sido la más concurrida de la historia. Se estima que un millón de fieles se trasladaron a la Ciudad Eterna para ser testigos del momento en que el Papa Benedicto XVI proclamó venerable al polaco Karol Wojtyla, cuya fiesta litúrgica la Iglesia celebrará cada 22 de octubre, día en que inició su ministerio petrino.

“Concedemos que el venerable siervo de Dios Juan Pablo II, de ahora en adelante sea llamado Beato y que se pueda celebrar su fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho, cada año el 22 de octubre”, anunció el Santo Padre.

Al ser develada la imagen del Beato cientos no pudieron contener sus lágrimas de gozo al observar su iluminadora mirada y la dulzura de su amigable y tierna sonrisa.

Y es que muchos, particularmente los jóvenes acogidos por él en los encuentros de la Jornada Mundial de la Juventud, descubrieron el rostro del Padre en Juan Pablo II; un padre -como Benedicto XVI subrayó en su homilía- que los ayudó a vencer los miedos.

“En una palabra, ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redentor del hombre, tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás”, resaltó el Obispo de Roma.



Celebra el Arzobispo

de San Juan

Después de finalizar la celebración eucarística y mientras los fieles se disponían a venerar la sangre del Beato conservada en un hermoso relicario preparado por la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas, el Arzobispo Metropolitano de San Juan, Monseñor Roberto Octavio González Nieves dijo a El Visitante que es imposible resumir en varias frases el significado de la beatificación de Juan Pablo II.

“Fue extenso, profundo y multifacético, pero el tema de la paz y el nuevo orden económico internacional son de gran vitalidad en su pontificado. En todos sus pronunciamientos y encíclicas vemos un Papa sumamente dinámico, catequizador, evangélico y misionero”.

El próximo 13 de mayo se conmemorará el trigésimo aniversario del atentado contra su vida, perpetrado por el turco Alí Agca. El derramamiento de sangre en la Plaza San Pedro será recordado como un signo de su martirio.

“Juan Pablo II fue un papa que vivió un martirio en vida. Hay dos clases de martirio como dice San Antonio María Claret: el exterior y el interior. Juan Pablo vivió el interior pero participó del exterior cuando derramó su sangre”.

La multitudinaria peregrinación de jóvenes de todas las nacionalidades a la Santa Sede será recordada como un signo de la renovación de la Iglesia y de cómo, a pesar de la persecución que enfrenta en estos días, las puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella.

El Arzobispo coincidió con el planteamiento de El Visitante. “Caminando durante una hora entre la multitud, la presencia de jóvenes sobresaltaba a la vista. La Iglesia realmente es la presencia de Dios en el mundo; es un misterio de su amor, de su misericordia y de todo el acontecer salvífico. Damos gracias a Dios por este acontecimiento y hermosa bendición que nos ha caído del Cielo”.



Comparan peregrinación con “retiro”

La puertorriqueña María Magdalena Román Vega comparó su experiencia en la peregrinación con un retiro espiritual.

“Es un regalo que Dios me ha dado para vivir más cerca de El. He ofrecido esta peregrinación por tantas personas que me pidieron oración y también por mí, por sanidad interior y cada día intentar ser santa”.

Por su parte, el párroco de Madre Cabrini, Prisciliano Cárdenas, dijo a El Visitante que anhelaba ser testigo de la beatificación de Juan Pablo II y que el Beato debe ser ejemplo para la cristiandad sobre el llamado recibido por el sacramento del Bautismo a ser “piedras vivas” de la Iglesia.

“Mirar al Papa era descubrir en él el reflejo de Dios. Juan Pablo II tiene un alma extraordinaria y hoy (el pasado domingo) Roma está lleno de creyentes. Hemos rezado por la paz en Puerto Rico. Y quiere que seamos “piedras vivas” para reconstruir la Iglesia en Puerto Rico”.

Por último, la laica Magda Alvarez, de la Parroquia San Juan Evangelista y quien obsequió a los peregrinos un ejemplar del libro “El Santo que todos conocimos”, confesó que Juan Pablo II le enseñó a cargar las cruces de la vida con resignación.

“Hoy día nadie quiere llevar la cruz ni el dolor. Nos enseñó a llevarla con amor; nos enseñó a amarla y abrazarla. Nunca dejó de trabajar hasta el final de sus días. Cansado y todo, salía a la plaza. Nos dio una gran lección. Este es el año de Juan Pablo II y todo lo que le pidamos a Dios por su intercesión nos lo concederá”.